No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
Pero el Jardín Botánico es un parque dormido
En el que uno puede sentirse árbol o prójimo
Siempre y cuando se cumpla un requisito previo.
Que la ciudad exista tranquilamente lejos.
El secreto es apoyarse digamos en un tronco
Y oír a través del aire que admite ruidos muertos
Cómo en Millán y Reyes galopan los tranvías.
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
Pero el Jardín Botánico siempre ha tenido
Una agradable propensión a los sueños,
A que los insectos suban por las piernas
Y la melancolía baje por los brazos
Hasta que uno cierra los puños y la atrapa.
Después de todo el secreto es mirar hacia arriba
Y ver cómo las nubes se disputan las copas
Y ver cómo los nidos se disputan los pájaros.
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
Ah pero las parejas que huyen al Botánico
Ya desciendan de un taxi o bajen de una nube
Hablan por lo común de temas importantes
Y se miran fanáticamente a los ojos
Como si el amor fuera un brevísimo túnel
Y ellos se contemplaran por dentro de ese amor.
Aquellos dos por ejemplo a la izquierda del roble
(También podría llamarlo almendro o araucaria
Gracias a mis lagunas sobre Pan y Linneo)
Hablan y por lo visto las palabras
Se quedan conmovidas a mirarlos
Ya que a mí no me llegan ni siquiera los ecos.
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
Pero es lindísimo imaginar qué dicen
Sobre todo si él muerde una ramita
Y ella deja un zapato sobre el césped
Sobre todo si él tiene los huesos tristes
Y ella quiere sonreír pero no puede.
Para mí que el muchacho está diciendo
Lo que se dice a veces en el Jardín Botánico.
Ayer llegó el otoño
El sol de otoño
Y me sentí feliz
Como hace mucho
Qué linda estás
Te quiero
En mi sueño
De noche
Se escuchan las bocinas
El viento sobre el mar
Y sin embargo aquello
También es el silencio
Mírame así
Te quiero
Yo trabajo con ganas
Hago números
Fichas
Discuto con cretinos
Me distraigo y blasfemo
Dame tu mano
Ahora
Ya lo sabés
Te quiero
Pienso a veces en Dios
Bueno no tantas veces
No me gusta robar
Su tiempo
Y además está lejos
Vos estás a mi lado
Ahora mismo estoy triste
Estoy triste y te quiero
Ya pasarán las horas
La calle como un río
Los árboles que ayudan
El cielo
Los amigos
Y qué suerte
Te quiero
Hace mucho era niño
Hace mucho y qué importa
El azar era simple
Como entrar en tus ojos
Déjame entrar
Te quiero
Menos mal que te quiero.
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
Pero puede ocurrir que de pronto uno advierta
Que en realidad se trata de algo más desolado
Uno de esos amores de tántalo y azar
Que Dios no admite porque tiene celos.
Fíjense que él acusa con ternura
Y ella se apoya contra la corteza
Fíjense que él va tildando recuerdos
Y ella se consterna misteriosamente.
Para mí que el muchacho está diciendo
Lo que se dice a veces en el Jardín Botánico.
Vos lo dijiste
Nuestro amor
Fue desde siempre un niño muerto
Sólo de a ratos parecía
Que iba a vivir
Que iba a vencernos
Pero los dos fuimos tan fuertes
Que lo dejamos sin su sangre
Sin su futuro
Sin su cielo
Un niño muerto
Sólo eso
Maravilloso y condenado
Quizá tuviera una sonrisa
Como la tuya
Dulce y honda
Quizá tuviera un alma triste
Como mi alma
Poca cosa
Quizá aprendiera con el tiempo
A desplegarse
a usar el mundo
Pero los niños que así vienen
Muertos de amor
Muertos de miedo
Tienen tan grande el corazón
Que se destruyen sin saberlo
Vos lo dijiste
Nuestro amor
Fue desde siempre un niño muerto
Y qué verdad dura y sin sombra
Qué verdad fácil y qué pena
Yo imaginaba que era un niño
Y era tan sólo un niño muerto
Ahora qué queda
Sólo queda
Medir la fe y que recordemos
Lo que pudimos haber sido
Para él
Que no pudo ser nuestro
Qué más
Acaso cuando llegue
Un veintitrés de abril y abismo
Vos donde estés
Llévale flores
Que yo también iré contigo.
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
Pero el Jardín Botánico es un parque dormido
Que sólo despierta con la lluvia.
Ahora la última nube ha resuelto quedarse
Y nos está mojando como alegres mendigos.
El secreto está en correr con precauciones
A fin de no matar ningún escarabajo
Y no pisar los hongos que aprovechan
Para nadar desesperadamente.
Sin prevenciones me doy vuelta y siguen
Aquellos dos a la izquierda del roble
Eternos y escondidos en la lluvia
Diciéndose quién sabe qué silencios.
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
Pero cuando la lluvia cae sobre el Botánico
Aquí se quedan sólo los fantasmas.
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente
nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había
agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el
más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo.
Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y
observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por
primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía
ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me
había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece
que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo
celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la
sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al
viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no
saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con
qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué
disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana
antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte
de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura
era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda,
cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras
ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente
pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no
perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir
completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su
cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces,
cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna
cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la
linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un
solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete
largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo
cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo
quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día,
entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por
su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven
ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas
las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al
abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se
movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis
facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo.
¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera
soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante
esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama,
como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no.
Su cuarto estaba tan negro como la pez1
, ya que el viejo cerraba completamente
las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible
distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi
pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho,
gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un
solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama.
Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche,
mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del
terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota
del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido.
Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de
mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían.
Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le
tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había
estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había
tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba:
"No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una
sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero
todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él,
deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de
aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía
verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que
volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la
linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué
inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña,
brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme
mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella
horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara
o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el
haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una
excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar
apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón.
Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo.
Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje
de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba.
Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda
la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir
del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte,
momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más
fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy
nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella
antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror
incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí
inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que
aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún
vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un
alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo
clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al
suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil
que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió
latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría
escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había
muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto,
completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo
tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no
volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les
describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche
avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante
todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los
restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún
ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia.
No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era
demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero
seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas
de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda
tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como
oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido,
por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este
informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que
registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y
les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice
saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a
recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien.
Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus
caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de
mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que
descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto
triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver
de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido.
Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas
comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato,
empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza
y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban
sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era
cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación,
pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al
fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente
soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía
hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría
hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el
aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor
rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y
discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones;
pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a
otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me
enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer
yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre
la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido
sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más
alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era
posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban!
¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo
pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier
cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus
sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra
vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten
esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!