miércoles, 15 de septiembre de 2021

Rebelión

Ni preceptos, ni pragmáticas, ni cánones, ni leyes:
nací esquivo, tú lo sabes, y ni doy ni exijo pauta:
mi melena es tanto como las coronas de los reyes:
no hay Dalila que la corte... Déjame tocar mi flauta.
¿Cortarías por ventura radiante cabellera
de mi amado, el sol eterno, mi Absalón, con tus tijeras?
¡No por cierto! ¿Callarías de los vientos el acento?
¡No por cierto! Pues habiendo viento y sol en mi pradera
mi melena tendrá nimbos y mi flauta tendrá viento.
¿Que aún hay aire? ¡Pues yo lo soplo! Bellas instrumentaciones
vas a oír con el concurso de la tórtola, que incauta
está en medio del ramaje goteando sus canciones.
¡Yo soy fuerte, yo soy libre!
Déjame tocar la flauta.

-Amado Nervo

Noche ártica

En el cenit azul, blanco en el yerto
y triste plan de la sabana escueta;
en los nevados témpanos violeta
y en el confín del cielo rosa muerta,
despréndense la luna del incierto
sur, amarilla; y en la noche quieta,
de un buque abandonado la silueta
medrosa se levanta en el desierto.

Ni un rumor... el Silencio y la Blancura
celebramos ha mucho en la infinita
soledad de arcanos esponsales,
y el espíritu sueña en la ventura
de un connubio inmortal con Seraphita
bajo un palio de auroras boreales.

-Amado Nervo.


Luciérnagas

I
--Bardo, ¿cuál es tu estandarte?
--Muchos son los enarbolo.
--¿Qué mentor ha de guiarte?
--Ninguno: en amor y en arte
me deleita viajar solo.

V
Pelear como Jacob,
cantar como Anacreonte,
reír como Xenofonte,
lamentarse como Job,
embelesar como Armida,
navegar como Jonás:
¡eso es vida!... Lo demás
es limosna de vida.

VI
Tus ojos: clara piscina
donde abreva el ideal.
Tu mirada ¡un madrigal
de Gutierre de Cetina!

-Amado Nervo

jueves, 13 de mayo de 2021

Mi corazón feraz en ti reposa

Mi corazón feraz en ti reposa,
primera soledad estremecida;
mi corazón, su sed enardecida,
tenso y ávido en ti, muerte amorosa,

sangre final de la primera rosa.
Universo de amor alzó la vida,
creció mi carne, soledad vencida,
en otra carne que danzó, gozosa.

He de volver, amor, a tu alegría,
que esta desnuda voluntad amante
me da la sed, más no lo que me sacia,

y estos labios estériles un día
han de decir tu voz, agua y diamante,
júbilo y llanto, en renovada gracia.



-Octavio Paz

viernes, 8 de enero de 2021

Eva está dentro de su gato

  De pronto notó que se le había derrumbado su belleza, que llegó a dolerle físicamente como un tumor o como un cáncer. Todavía recordaba el peso de ese privilegio que llevó sobre su cuerpo durante la adolescencia y que ahora había dejado caer —quién sabe dónde— con un cansancio resignado, con un último gesto de animal decadente. Era imposible seguir soportando esa carga por más tiempo. Había que dejar en cualquier parte ese inútil adjetivo de su personalidad; ese pedazo de su propio nombre que a fuerza de acentuarse había llegado a sobrar. Sí; había que abandonar la belleza en cualquier parte; a la vuelta de una esquina, en un rincón suburbano. O dejarla olvidada en el ropero de un restaurante de segunda clase como un viejo abrigo inservible. Estaba cansada de ser el centro de todas las atenciones, de vivir asediada por los ojos largos de los hombres. En la noche, cuando clavaba en sus párpados los alfileres del insomnio, hubiera deseado ser mujer ordinaria, sin atractivos. Dentro de las cuatro paredes de su habitación, todo le era hostil. Desesperada, sentía prolongarse la vigilia por debajo de su piel, por su cabeza, hacía la raíz de su cabello. Era como si sus arterias se hubieran poblado de unos insectos diminutos y calientes que con la cercanía de la madrugada, diariamente, se despertaran y recorrían con sus patas movedizas, en una desgarradora aventura subcutánea ese pedazo de barro frutecido donde se había localizado su belleza anatómica. En vano luchaba por ahuyentar aquellos animales terribles. No podía. Eran parte de su propio organismo. Habían estado allí, vivos, desde mucho tiempo antes de su existencia física. Venían desde el corazón de su padre, que los había alimentado dolorosamente en sus noches de soledad desesperada. O tal vez habían desembocado a sus arterias por el cordón que la llevó atada a madre desde el principio del mundo. Era indudable que esos insectos no habían nacido espontáneamente dentro de su cuerpo. Ella sabía que venían de atrás, que todos lo que llevaron su apellido tuvieron que soportarlos, que tuvieron que sufrirlos como ella cuando el insomnio se hacía invencible hasta la madrugada. Eran esos insectos los mismos que pintaban ese gesto amargo, esa tristeza inconsolable en el rostro de sus antepasados. Ella los había visto mirar desde su apagada existencia, desde su retrato antiguo, víctima de esa misma angustia. Todavía recordaba el rostro inquietante de la bisabuela que, desde su lienzo envejecido, pedía un minuto de descanso, un segundo de paz a eso insectos que allá, en los canales de su sangre, seguían martirizándola, y embelleciéndola despiadadamente. No; esos insectos no eran suyos. Venían transmitiéndose de generación en generación, sosteniendo con su diminuta armadura todo el prestigio de una casta selecta, dolorosamente selecta. Esos insectos habían nacido en el vientre de la primera madre que tuvo una hija bella. Pero era necesario, urgente, detener esa herencia. Alguien tenía que renunciar a seguir transmitiendo esa belleza artificial. De nada valía a las mujeres de su estirpe admirarse de sí mismas al regresar al espejo, si duramente las noches esos animales hacían su labor lenta y eficaz, sin descanso, con una constancia de siglos. Ya no era una belleza, era una enfermedad que había que detener, que había que cortar en forma energética y radical.
  Todavía recordaba las horas interminables en aquel lecho sembrado de agujas calientes. Aquellas noches en que ella trataba de empujar el tiempo para que con la llegada del día esas bestias dejaran de doler. ¿De qué servía una belleza así? Noche a noche, hundida en su desesperación, pensaba que más le hubiera valido ser una mujer vulgar, o ser hombre; pero no tener esa virtud inútil, alimentada por insectos de remotos orígenes que le estaban precipitando la llegada irrevocable de la muerte. Tal vez sería feliz si tuviera el mismo desgarbo, esa misma fealdad desolada de su amiga checoslovaca que tenía nombre de perro. Más le hubiera valido se fea, para tener un sueño apacible como el de cualquier cristiano.
  Maldijo a sus antepasados. Ellos tenían la culpa de su vigilia. Ellos le habían  transmitido esa belleza invariable, exacta, como si después de muertas las madres sacudieran y renovaran las cabezas para injertarlas en los troncos de sus hijas. Era como si la misma cabeza, una cabeza sola, hubiera venido transmitiéndose con las mismas orejas, con igual nariz, con idéntica boca, con su pesada inteligencia, en todas la mujeres, quienes tenían que recibirla irremediablemente como un doloroso patrimonio de belleza. Era allí, en la transmisión de la cabeza, donde venía el microbio eterno que al través de las generaciones se había acentuado, había tomado personalidad, fuerza, hasta convertirse en un ser invencible, en una enfermedad incurable que al llegar a ella, después de haber pasado por un complicado proceso de censuración, ya ni podía soportarse y era amarga y dolorosa... exactamente como un tumor o como un cáncer.
  En esas horas de desvelo era cunado se acordaba de su fina sensibilidad. Recordaba esos objetos que construían el universo sentimental donde se habían cultivado, como en un caldo químico, aquellos microbios redondos ojos abiertos y asombrados, soportaba el peso de la oscuridad que caía sobre sobre sus sienes como un plomo derretido. En derredor suyo dormían todas las cosas. Y desde su rincón, ella trataba de repasar, para distraer su sueño, sus recuerdos infantiles.
  Pero siempre esa recordación terminaba con un terror por lo desconocido. Siempre su pensamiento, después de vagar por los oscuros rincones de la casa, se encontraba frente a frente con el miedo. No podría —no, no podría jamás— sacudir el miedo de su cabeza. Tenía que soportarlo, apretado a su garganta. Y todo por vivir en ese caserón antiguo, por dormir sola en aquel rincón, apartada del resto del mundo.
  Siempre su pensamiento se iba por los húmedos pasadizos oscuros, sacudiendo de los retratos el polvo seco cubierto de telarañas. Ese polvo inquietante y tremendo que caía de arriba, desde ese sitio en que se estaban deshaciendo los huesos de sus antepasados. Invariablemente se acordaba del «niño». Allá lo imaginaba, sonámbulo, debajo de la hierba, en el patio, junto al naranjo, con un puñado de tierra mojada dentro de la boca. Le parecía verlo en su fondo arcilloso, cavando hacia arriba con las uñas, con los dientes, huyéndole al frío que le mordía la espalda; buscando la salida al patio por ese pequeño túnel donde lo habían metido con los caracoles. En el invierno lo oía llorar con su llanto chiquito, sucio de barro, traspasado por la lluvia. Lo imaginaba completo. Tal como habían dejado cinco años atrás, en aquel hueco lleno de agua, No podía pensar que se hubiera descompuesto. Al contrario, debía ser bellísimo navegando en esa agua espesa como en un viaje sin salida. O lo veía vivo, pero asustado, miedoso de sentirse solo, enterrado en un patio tan sombrío. Ella misma se había opuesto a que lo dejaran allí, debajo del naranjo, tan cercano a la casa. Le tenía miedo. Sabía que en las noches en que le persiguiera la vigilia él lo adivinaría. Regresaría por los anchos corredores a pedirle que lo acompañara, a pedirle que le defendiera de esos otros insectos que se estaban comiendo la raíz de sus violetas. Volvería a que lo dejara dormir a su lado como cuando era vivo. Ella tenía miedo de sentirlo de nuevo a su lado después de haber saltado el muero de la muerte. Tenía miedo de robar esas manos que «el niño» traería siempre cerradas para calentar su pedacito de hielo. Ella quería, después de que lo vio convertido en cemento, como la estatua del miedo tumbada sobre el limo, quería que se lo llevaran lejos para no recordarlo en la noche. Y sin embargo, lo habían dejado allí, donde ahora estaba imperturbable, astroso, alimentando su sangre con el barro de sus lombrices. Y ella tenía que resignarse a verlo regresar desde su fondo de tinieblas. Porque siempre, invariablemente, cuando se desvelaba, se ponía a pensar en el «niño», que debía estar llamándola desde su pedazo de tierra para que lo ayudara a fugarse de esa muerte absurda.
  Pero ahora, en su nueva vida temporal, e inespacial, estaba más tranquila. Sabía que allá, fuera de su mundo, todo seguiría marchando al mismo ritmo que antes; que su habitación debía de estar aún sumida en la madrugada, y que sus cosas, sus muebles, sus trece libros favoritos, permanecían en su puesto. Y que en su lecho, desocupado, apenas empezaba a desvanecerse el aroma corpóreo que ocupaba ahora su vacío de mujer entera. Pero, ¿cómo pudo suceder «eso»? ¿Cómo ella, después de ser una mujer bella, guiada por el miedo en la noche total, había dejado inmensa, insomne, para ingresar ahora a un mundo extraño, desconocido, en donde habían sido eliminadas todas las dimensiones? Recordó. Aquella noche —la de su tránsito— hacía más frío que de costumbre y ella estaba sola en la casa, martirizada por el insomnio. Nadie perturbaba el silencio, y el olor que subía del jardín era un olor a miedo. El sudor brotaba su cuerpo como si la sangre de sus arterias se estuviera derramando con su carga de insectos. Deseaba que alguien pasara por la calle, alguien que gritara, que rompiera aquella atmósfera detenida. Que se moviera algo en la naturaleza, que se volviera la Tierra a girar alrededor del Sol. Pero fue inútil. Ni siquiera despertarían los hombres imbéciles que se habían quedado dormidos debajo de su oreja, dentro de la almohada. Ella también estaba inmóvil. Las paredes manaban un fuerte olor a pintura fresca, ese olor espeso, grande, que no se siente con el olfato sino con el estómago. Y sobre la mesa el reloj único, golpeando el silencio con su máquina mortal «¡El tiempo..., oh, el tiempo...!», suspiró ella, recordando a la muerte. Y allá, en el patio, debajo del naranjo, seguía llorando «el niño» con su llanto chiquito desde el otro mundo.
  Acudió a todas sus creencias. ¿Por qué no amanecía en aquel momento o se moría de una vez? Nunca creyó que la belleza fuera a costarle tantos sacrificios. En aquel momento —como de costumbre— seguía doliéndole por encima del miedo. Y por debajo del miedo seguían martirizándola esos implacables insectos. La muerte le había apretado a la vida como una araña que la mordía rabiosamente, dispuesta a hacerla sucumbir. Pero estaba demorando el último instante. Sus manos, esas manos que los hombres apretaban imbécilmente, con manifiesta nerviosidad animal, estaban inmóviles, paralizadas por el miedo, por ese terror irracional que venía de adentro, sin ningún motivo, sólo por saberse abandonada en aquella casa antigua. Trató de reaccionar y no pudo. El miedo la había absorbido totalmente y continuaba allí, fijo, tenaz, casi corpóreo; como su fuera una persona invisible que se había propuesto no salir de su habitación. Y lo que más la intranquilizaba era que ese miedo no tuviera justificación alguna, que fuera un miedo único, sin razón, un miedo porque sí.
  La saliva se había vuelto espesa en su lengua. Era mortificante entre sus dientes esa goma dura que se le pegaba al paladar y fluía sin que ella pudiera contenerla. Era un deseo distinto a la sed. Un deseo superior que estaba experimentando por primera vez en su vida. Por un momento se olvidó de su belleza, de su insomnio y de su miedo irracional. Se desconoció a si misma. Por un instante creyó que había salido los microbios de su cuerpo. Sentía que se habían venido pegados a su saliva. Sí; todo eso estaba muy bien. Bien que los insectos la hubieran despoblado y que ahora pudiera dormir, pero era necesario encontrar un medio para disolver aquella resina que le embotaba la lengua. Si pudiera llegar hasta la despensa y... ¿Pero en que estaba pensando? Tuvo un golpe de sorpresa. Nunca había sentido «ese deseo». la urgencia de la acidez la había debilitado, volviendo inútil la disciplina que seguido fielmente durante tantos años, desde el día en que sepultaron a «el niño». Era una tontería, pero sentía asco de comerse una naranja. Sabía que «el niño» había subido hasta los azahares y que las frutas del próximo otoño estarían hinchadas de su carne, refrescada con la tremenda frescura de su muerte. No. No podía comerlas. Sabía que debajo de cada naranjo en todo el mundo, había un niño enterrado que endulzaba las frutas con la cal de su huesos. Sin embargo, ahora tenía que comerse una naranja. Era el único remedio para esa goma que la estaba ahogando. Era una tontería pensar que «el niño» estaba dentro de una fruta. Aprovecharía ese momento en que la belleza había dejado de dolerle para llegar hasta la despensa. Pero... ¿no era raro aquello? Era la primera vez en su vida que sentía verdaderos deseos de comerse una naranja. Se puso alegre, alegre. Ah, ¡qué placer! Comerse una naranja. No sabía por qué, pero nunca tuvo un deseo más imperativo. Se levantaría, feliz de ser otra vez una mujer normal, cantando alegremente llegaría hasta la despensa; cantando alegremente, como una mujer nueva, recién nacida. Llegaría inclusive hasta el patio y...
  Su recuerdo se tronchaba de pronto. Recordaba que había tratado de levantarse y que ya no estaba en su cama, que había desaparecido su cuerpo, que no estaban allí sus trece libros favoritos y que ella no era ya ella. Ahora estaba incorpórea, flotando, vagando sobre la nada absoluta, convertida en un punto amorfo, pequeñísimo, sin dirección. No podía precisar lo sucedido. Estaba confundida. Solo tenía la sensación de que alguien la había empujado al vacío desde lo alto de un precipicio. Se sentía convertida en un ser abstracto, imaginario. Se sentía convertida en una mujer incorpórea; algo como si de pronto hubiera ingresado en ese alto y desconocido mundo de los espíritus puros.
  Volvió a tener miedo. Pera un miedo distinto al del momento anterior. Ya no era el miedo al llanto del «el niño». Era un terror por lo extraño, por lo misterioso y desconocido de su nuevo mundo. ¡Y pensar que todo eso había sucedido tan inocentemente, con tanta ingenuidad de su parte! ¿Qué iba a decir a su madre cuando al llegar a la casa se iba a enterar de lo acontecido? Empezó a pensar en la alarma que se produciría en los vecinos cuando abrieran la puerta de su habitación y descubrieran que el lecho estaba cavío, que las cerraduras no habían sido tocadas, que nadie había podido entrar o salir y que, sin embargo, ella no estaba allí. Imaginó el gesto desesperado de su madre buscándola por toda la habitación, haciendo conjeturas, preguntándose a sí misma «qué habría sido de esa niña». La escena se le presentaba clara. Acudirían los vecinos y empezarían a tejer comentarios —algunos maliciosos— sobre su desaparición. Casa cual pensaría según su propio y particular modo de pensar. Cada cual trataría de dar la explicación más lógica, la más aceptable al menos, en tanto que su madre correría por los pasadizos del caserón, desesperada, llamándola por su nombre.
  Y ella estaría allí. Contemplaría el momento, detalle a detalle, desde un rincón, desde el techo, desde las hendiduras del muro, desde cualquier parte; desde el ángulo más propicio, escudada por su estado incorpóreo, en su inespacilidad. La intranquilizaba pensarlo. Ahora se daba cuenta de su error. No podría dar ninguna explicación, aclarar nada, consolar a nadie. Ningún ser vivo podría ser informado de su transformación. Ahora quizá la una vez que los necesitaba no tendría una boca, unos brazos, para que todos supieran que ella estaba allí, en su rincón, separada del mundo tridimensional por una distancia insalvable. En su nueva vida estaba aislada, totalmente impedida de captar sensaciones. Pero cada momento algo vibraba en ella, un estremecimiento la recorría, inundándola, la hacía saber de ese otro universo físico que se movía fuera de su mundo. No oía, no veía, pero sabía de ese sonido y de esa visión. Y allá, en la altura de su mundo superior, empezó a saber que un ambiente de angustia la rodeaba.
  Hacía apenas un segundo —de acuerdo con nuestro mundo temporal— que se había realizado el tránsito, de manera que sólo ahora empezaba ella a conocer las modalidades, las características de su nuevo mundo. En torno suyo giraba una oscuridad absoluta, radical. ¿Hasta cuándo durarían las tinieblas? ¿Tendría que acostumbrarse a ellas eternamente? Su angustia aumentó de concentración al saberse hundida en esa niebla espesa, impenetrable: ¿estaría en el limbo? Se estremeció. Recordó todo lo que había oído decir alguna vez sobre el limbo. Si en verdad estaba allí, a su lado flotaban otros espíritus puros de niños que murieron sin bautismo, que habían estado muriendo durante mil años. Trató de buscar en la sombra la vecindad de esos seres que debían ser mucho más puros, mucho más simples que ella. Aislados por completo del mundo físico, condenados a la vida sonámbula y eterna. Tal vez estaba «el niño» persiguiendo una salida para llegar hasta su cuerpo.
  Pero no. ¿Por qué tendría que estar en el limbo? ¿Acaso había muerto? No. Simplemente fue un cambio de estado, un tránsito normal del mundo físico al un mundo más fácil, descomplicado, en el habían sido eliminadas todas las dimensiones.
  Ahora no tenía que sufrir esos insectos subcutáneos. Su belleza se había derrumbado. Ahora, en esa situación elemental, podía ser feliz. Aunque... —¡Oh!— no completamente feliz porque ahora su más grande deseo se había hecho irrealizable. Era por lo único que hubiera querido estar todavía en su primera vida. Para poder satisfacer la urgencia de la acidez que persistía aun después del tránsito. Trató de orientarse a fin de llegar hasta la despensa y sentir, siquiera, la fresca y agria compañía de las naranjas.  Fue entonces cuando descubrió una nueva modalidad en su mundo: estaba en todas partes de la casa, en el patio, en el techo, hasta en el propio naranjo de «el niño». Estaba en todo el mundo físico más allá. Y sin embargo, no estaba en ninguna parte. De nuevo se intranquilizó. Había perdido el control sobre sí misma. Ahora estaba sometida a una voluntad superior, era un ser inútil, absurdo, inservible. Sin saber por qué, empezó a ponerse triste. Casi comenzó a sentir nostalgia por su belleza: por esa belleza que ella había desperdiciado tontamente.
  Pero una idea suprema la reanimó. ¿No había oído decir acaso que los espíritus puros pueden penetrar a voluntad en cualquier cuerpo? Después de todo, ¿qué perdía con intentarlo?  Trató de recordar cuál de los habitantes de la casa podía ser sometido a la prueba. Si lograba realizar su propósito quedaría satisfecha: podría comerse la naranja. Recordó. A esa hora la gente del servicio no acostumbraba estar allí. Su madre no había llegado todavía. Pero la necesidad de comerse una naranja, unida ahora a la curiosidad de verse encarnada en un cuerpo distinto al suyo, la obligaba a actuar cuanto antes. Pero no había allí nadie en quien encarnarse. Era una razón desoladora: no había nadie en la casa. Tendría que vivir eternamente aislada de mundo exterior, en su mundo adimensional, sin poder comerse la primera naranja. Y todo por una tontería. Hubiera sido mejor seguir soportando unos años más esa belleza hostil y no anularse para siempre, inutilizarse como una bestia vencida. Pera era demasiado tarde.
  Iba a retirarse, decepcionada, a una región distante del universo, a una comarca donde pudiera olvidarse de todos sus pasados deseos terrenos, Pero algo la hizo desistir bruscamente. En su comarca desconocida se abrió la promesa de un futuro mejor. Sí, había alguien en la casa en quien podía reencarnarse: ¡en el gato! Vaciló luego. Era difícil resignarse a vivir dentro de un animal. Tendría una piel suave, blanca, y habría en sus músculos concentrada una gran energía para el salto. En la noche sentiría brillar sus ojos en la sombra como dos brasas verdes. Y tendría unos dientes blancos, agudos, para sonreírle a su madre desde su corazón felino, con una ancha y buena sonrisa animal. ¡Pero bueno...! No podía ser. Se imaginó de pronto metida dentro del cuerpo del gato, recorriendo otra vez los pasadizos de la casa, manejando cuatro patas incómodas y aquella cola que se movería suelta, sin ritmo, ajena a su voluntad. ¿Cómo sería la vida desde esos ojos verdes luminosos? En la noche se iría a maullarle al cielo para que no derramara su cemento enlunado sobre el rostro de «el niño» que estaría bocarriba bebiéndose el rocío. Tal vez en su situación de gato también sienta miedo. Y tal vez, al fin de todo, no podría comerse la naranja con esa boca carnívora. Un frío venido de allí mismo, nacido en la propia raíz de su espíritu, tembló en su recuerdo. No. No era posible encarnarse en el gato. Tenía miedo de sentir un día en su paladar, en su garganta, en todo su organismo cuadrúpedo, el deseo irrevocable de comerse un ratón. Probablemente cunado su espíritu empiece a poblar el cuerpo del gato ya no sentiría deseos de comerse una naranja, sino el repugnante y vivo deseo de comerse un ratón. Se estremeció al imaginarlo preso entre sus dientes después de la cacería. Lo sintió debatirse en sus últimos intentos de fuga, tratando de liberarse para llegar otra vez hasta su cueva. No. Todo menos eso. Era preferible seguir allí eternamente, en ese mundo lejano y misterioso de los espíritus puros.
  Pero era difícil resignarse a vivir olvidada para siempre. ¿Por qué tenía que sentir deseos de comerse un ratón? ¿Quién primaría en esa síntesis de mujer y gato? ¿Primaría el instinto animal, primitivo, del cuerpo, o la voluntad pura de mujer? La respuesta fue clara, cristalina. Nada había de temer. Se encarnaría en el gato y se comería su deseada naranja. Además sería un ser extraño, un gato con inteligencia de mujer bella. Volvería a ser el centro de todas las atenciones... Fue entonces, por primera vez, cuando comprendió que por sobre todas sus virtudes estaba imperando su vanidad de mujer metafísica.
  Como un insecto cuando pone en guardia sus antenas, así orientó ella su energía por toda la casa en busca de un gato. A esa hora debía estar aún sobre la estufa soñando que despertará con un tallo de valeriana entre los dientes. Pero no estaba allí. Volvió a buscarlo, pero ya no encontró la estufa. La cocina no era la misma. Los rincones de la casa le eran extraños; ya no eran aquellos oscuros rincones llenos de telaraña. El gato no estaba en ninguna parte. Buscó por os tejados, en los árboles, en los canales, debajo de la cama, en la despensa. Todo lo encontró confundido. Donde creyó encontrar, otra vez, los retratos de sus antepasados, no encontró sino un frasco con arsénico. De allí en adelante encontró arsénico en toda la casa, pero el gato había desaparecido. La casa no era ya la misma de antes. ¿Qué había sido de sus cosas? ¿Por qué sus trece libros favoritos estaban cubiertos ahora de una espesa capa de arsénico? Recordó el naranjo del patio. Lo buscó, y trató de encontrar otra vez al «el niño» en su hueco de agua. Pero no estaba el naranjo en su sitio, y «el niño» no era ya sino un puño de arsénico con ceniza bajo una pesada plataforma de concreto. Ahora sí la casa tenía un fuerte olor arsenical que golpeaba el olfato desde el fondo de una droguería.
  Sólo entonces comprendió ella que habían pasado ya tres mil años desde el día que tuvo deseos de comerse la primer naranja.

-Gabriel García Márquez.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Después del teatro

Salíamos del teatro: tú apoyada
con languidez artística en mi brazo;
muy cerca de mi pecho, tu regazo,
muy cerca de mi alma, tu mirada.

Bajamos la escalera: enmudecían
nuestros labios, tus ojos se entornaban,
y los que así, tan juntos, nos miraban,
¡Cómo se ve que se aman! repetían.

Aún verte me parece, casta ondina,
aún te contemplo púdica y esbelta,
como una maga vaporosa, envuelta
entre nubes de blanca muselina.

Aún me parece ver cómo cubría
tus hombros rafaélicos, la nube
de aquel chal que en tu cuerpo de querube,
una red de miosotis parecía.

¿Te acuerdas? Avanzamos muy despacio,
por la angosta calleja, en oleajes,
mirando deshacerse los celajes,
caleidoscopio inmenso del espacio.

A veces, con tu cuerpo junto al mío,
velabas, tiritando, tu regazo,
y apretando tu brazo con mi brazo,
murmurabas muy quedo: tengo frío.

Cincel de luz que tus contornos labra
era la luna, y su luz temblante,
un mármol de Canova tu semblante
y un sueño de Bellini tu palabra.

Así cruzamos por la calle muerta,
y en amorosa plática estuvimos,
hasta que pronto por mi mal nos vimos
de tu escondido hogar junto a la puerta.

Un momento después, en la vecina
pared, con indolencia reclinado,
contemplaba tu sombra, enamorado,
del balcón de tu alcoba en la cortina.

Lámpara opaca con su luz secreta,
el cortinaje aquel transparentaba,
y en los blancos tapices proyectaba
las líneas de tu artística silueta.

De aquella luz el misterio rastro
te dibujaba en vaporosa bruma,
arrodillada en el colchón de pluma
como pálida virgen de alabastro.

Luego, tus manos, oprimiendo el pecho,
ya destrenzado tu cabello, oraste,
sacudiste tus rizos, y saltaste
como una corza blanca sobre el lecho.

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Las sombras de la noche misteriosas
tu alcoba virginal han protegido;
sólo se oye el monótono ruido
de un paso que se aleja en las baldosas.

Ya todo yace en el reposo, inerme;
el lirio azul dormita en tu ventana:
¿Oyes?... desde la torre la campana
la media noche anuncia... ¡Duerme! ¡Duerme!

martes, 24 de noviembre de 2020

De Margarita

Un rizo tengo aquí de tu cabello:
rizo que con malicia y travesura,
a la trenza que enroscas en tu cuello
robé como reliquia de hermosura.

Para adquirir; ¡oh, diosa!, tal tesoro,
Rothschild y Vanderbilt son muy pequeños;
con este breve pedacito de oro
voy a comprar el mundo de los sueños.

¡Aquí está!... si me acerco, si respiro,
en el blanco papel bulle travieso;
Por eso, triste, sin hablar, lo miro,
¡y con los ojos nada más lo beso!

-Manuel Gutiérrez Nájera.