viernes, 29 de diciembre de 2017

Los Inmortales.

Hasta nosotros sube de los confines
del mundo anhelo febril de la vida:
con el lujo la miseria confundida,
vaho sangriento de mil fúnebres festines,
espasmos de deleite, afanes, espantos,
manos criminales, de usureros, de santos;
a humanidad con sus ansias y temores,
a la vez que sus caídos y pútridos olores,
transpira santidades y pasiones groseras,
se devora ella misma y devuelve después lo tragado,
incuba nobles artes y bélicas quimeras,
y adorna la ilusión la casa en llamas del pecado;
se retuerce y consume y degrada
en los goces de la feria de su mundo infantil,
a todos les resurge radiante y renovada,
y al final se les trueca en polvo vil.

Nosotros, en cambio, vivimos las frías
mansiones del éter cuajado de mil claridades.
Sin horas ni días.
Sin sexos ni edades.
Y vuestros pecados y vuestras pasiones
y hasta vuestros crímenes no son distracciones,
igual que el desfile de tantas estrellas por el firmamento.
Infinito y único es para nosotros el menor momento.
Viendo silenciosos vuestras pobres vidas inquietas,
mirando en silencio girar los planetas,
gozamos el gélido invierno espacial.
Al dragón celeste nos une amistad perdurable;
es vuestra existencia serena, inmutable.
Nuestra eterna risa, serena y astral.



-Hermann Hesse. - El lobo estepario.

sábado, 23 de diciembre de 2017

De las dificultades del amor.


El amor es una cosa incomprensible.

Había aprendido hacía muy poco la palabra incomprensible y me deleitaba, machaconamente dentro de mi cabeza, con su sonido y su musicalidad, in-com-pren-si-ble. Mucho más fácil que decir que no se comprende, que no se entiende, que no hay forma de agarrarlo en un puño, al igual que no se puede agarrar un virus, una célula, una mota de polvo.
La frase «el amor es una cosa incomprensible» la había anotado, con letra minúscula, en el cuaderno de historia de México, entre Virreinato e Independencia, mientras odiaba y amaba al mismo tiempo, con todas mis fuerzas,  Roxana, que a pesar de estar a sólo tres pupitres de distancia, era por el momento inalcanzable. Todos mis esfuerzos eran vanos. Mientras yo contaba con pelos y señales la caída de la gran Tenochtitlan en 1521, haciendo gala de toda mi teatralidad, logrando que bufaran los caballos españoles y profiriendo todos los inventados gritos de guerra de los mexicas que se me ocurrieron frente a la clase, ella miraba displicente hacia otro lado. Como si no existiera, tratándome como se trata a un virus, a una célula, a una mota de polvo.
Tuve incluso mejores y más arriesgadas ideas; subir a un árbol a bajar a un gatito, que se supone te convierte en un héroe y provoca que la gente te mire con otros ojos. Cierto, pero sólo te miran con otros ojos las viejitas y las que no son tan guapas como Roxana, que en vez de admirar azorada mi hazaña, platicaba como si nada con dos amigas en la puerta del colegio. Hice pues, acrobacias bicicleteras mortales, usé sombrero una semana entera, logré, frente al pizarrón, resolver seis quebrados dificilísimos en minutos. Y al otro lado, un muro.
Yo era invisible. Tal vez Roxana fuera diferente de las demás. Y la diferencia estribaba en que ella tenía «chichis» y las demás todavía no. Paseaba con sus pechos puntiagudos y recién estrenados por el patio ante los sordos murmullos que iban derramándose a su paso. Si a eso le aumentamos los ojos verdes, los cabellos castaños y rizados, los dientes blancos y dos piernas que con todo y horribles calcetas eran perfectas de perfección, resultaba que Roxana no era una condiscípula, más bien era una fantasía.
Me estaba empezando a volver loco. Lo único que impedía la catástrofe era el hecho de que tampoco le hacía el más mínimo caso al resto de los posibles competidores, que lucían yesos en brazos y piernas como inminentes testimonios de su fracaso en la hazaña de que Roxana los tomara en cuenta. Así pues, mientras rumiaba mi fracaso frente a un plato de arroz con pollo y chile poblano, y jugueteaba entre los vericuetos de los granos con el tenedor, poniendo, como las circunstancias lo ameritaban, la cara de amante despechado y triste como los que salen en las películas, apareció por la puerta de la cocina mi tío Paco, con un habano entre los dientes y un clavel rojísimo sobre la oreja derecha. —¿Qué te pasa, chaval, por qué esa cara de entierro? —diciéndolo todo con un marcado acento madrileño sacado de no sé dónde. —No estoy para bromas. No tengo hambre. —Si estuviera aquí tu madre, te diría que pensaras en los pobres niños de algún sitio que no tienen qué llevarse a la boca. Pero como no está tu madre y el arroz está buenísimo, pues es una receta de mi amiga Maricarmen, ¡quita pa’lla! Y se sentó a mi lado, puso el puro al filo de la mesa y en tres patadas se comió mi porción haciendo sonoros gestos de agrado. Yo seguía con la cabeza gacha, oyéndolo masticar y deglutir. Al terminar y notando claramente que no surtía efecto alguno sobre mí su pantagruélica escena, se levantó, machacó contra un cenicero el puro y me dijo:
—Bien, como la comedia española no te gusta, o no estás de ánimo para ella. Pasaremos entonces a la tragedia griega.
Tomó el plato de la mesa y lo estrelló contra el suelo gritando: «¡Opa!» Yo pegué un respingo e inevitablemente sonreí. Como por fuerza deben sonreír los niños cuando los adultos se salen del guión establecido y se vuelven mejores personas. Acto seguido, se sentó junto a mí poniendo cara de circunstancia.
—Ahora sí. Escupe tu ira y tu rabia y cuéntale a este pobre viejo poeta y además ciego, lo que te aflige, joven héroe…
 Y casi sin respirar, como un borbotón de agua sulfurosa, fui desgranando los agravios y los sinsabores de la pasión sin recompensa. Conté paso a paso los fútiles intentos por llevar hasta mis brazos a ésa que atormentaba mis días y hacía tan interminablemente largas las noches con su ausencia. Me miraba sorprendido. Absolutamente sorprendido de que un niño de doce años pudiera sentir tantas cosas dentro de su pecho. Se quitó el clavel de la oreja y lo apartó disimuladamente con la mano por sobre la mesa, consciente de que el momento era serio
 —Mi diagnóstico, joven héroe, es muy simple. Tienes una daga clavada en el corazón. Eso que sientes se llama amor y no tiene remedio. Y yo, sorbiendo los mocos provocados por un llanto quedo y amargo pregunté:
 —¿Cómo se quita, tío? ¿Cómo hace uno para que no duela como duele? Me abrazó, fuerte, largamente. Como si él o yo, o los dos juntos, volviéramos de un largo viaje por los confines de territorios ignotos, inexplorados, tristes, salvajes.
—La tragedia griega no sirve para esto. Vamos a recurrir a métodos más directos y eficaces.

Lo miré expectante, confiando en que sacara de la bolsa del ridículo mandil azul que portaba una pócima de amor o un ungüento mágico para las heridas del corazón.

—¿Tienes su teléfono? Asentí gravemente, lo tenía pero nunca le había hablado. No me atrevería jamás de los jamases. El tío se levantó de la mesa, fue por lápiz y papel y se puso a escribir frenéticamente, hasta casi llenar la hoja con sus garabatos. Me la tendió.
—Llámala. Dile quién eres y sin esperar que ella hable, lee esto, de corrido pero sin prisa, haz pausas, léelo como si estuvieras pasando el examen de la barra de abogados de Nueva York. Con aplomo y temple, pero también con el corazón, que es como se debe leer la poesía. ¿Está claro? Asentí. Roxana contestó al segundo timbrazo, menos mal que no tuve que pedirle a su mamá que me la pasara.

—Ro, soy Sebastián. No digas nada, escúchame.
 Y ella me escuchó sin decir nada durante casi siete minutos. Yo leía la hoja de papel y mi tío me miraba con una chispa de la mejor de las locuras brillándole en las pupilas. Al terminar, un breve silencio. Yo me estaba meando, del susto, de los nervios, del exceso de agua de Jamaica. Por fin, Roxana habló:
—Nunca me habían dicho cosas tan bonitas. Eres encantador, Sebastián. Gracias. Te mando un beso. Y colgó. 
 Salté sobre la mesa, sobre los sillones, grité como apache, rompí un florero. El tío había encendido un puro todavía más grande. Recuperó el clavel y volvió a montárselo con gracia sobre la oreja. Lo abracé nuevamente, con todas mis fuerzas. Le hablé al oído.
—Eres un genio. Te amo. ¿Qué le leí? Misteriosamente, atusándose el bigote dijo:
—Cyrano de Bergerac. La poesía sirve para que las almas extraviadas se encuentren. También yo te amo, muchacho.


Benito Taibo-Persona Normal.

viernes, 8 de diciembre de 2017

Tenue

Un eco muy lejano,
un eco muy discreto,
un eco muy suave:
el fantasma de un eco.

Un suspiro muy débil,
un suspiro muy íntimo,
un suspiro muy blando:
la sombra de un suspiro.

Un perfume muy vago,
un perfume muy dulce,
un perfume muy leve:
el alma de un perfume...

Son los signos extraños que anuncian
la presencia inefable de Lumen.

-Amado Nervo.



lunes, 4 de diciembre de 2017

Sólo las aves pueden...

Sólo las aves pueden cavar
en el aire sus ficticias cuevas.
Con su vuelo construyen
en mi oído sus nidos,
dejan huellas en el espacio vacío,
anticipando el exilio.
Siempre se van
nadando a ninguna parte,
llenando con rumores el recuerdo,
como las olas que en mar se pierden.
Hay aves que trazan sus rutas en el aire,
sin embargo, sé que algunas
aves algún día volverán.


-Sinué Félix.