lunes, 19 de diciembre de 2016

Las trampas del tiempo.

Sentada  de cunclillas en la cama, ella lo miró largamente, le recorrió el cuerpo desnudo de la cabeza a los pies, como estudiándole las pecas y los poros, y dijo:

--Lo único que te cambiaría es el domicilio.

Y desde entonces vivieron juntos, fueron juntos, y se divertían peleando por el diario a la hora del desayuno, y cocinaban inventando y dormían anudados.

Ahora este hombre, mutilaso de ella, quisiera recordarla como era.

Como era cualquiera de las que ella era, cada una con su propia gracia y poderío, porque esa mujer tenía la asombrosa costumbre de nacer con frecuencia.

Pero no. La memoria se niega. La memoria no quiere devolverle nada más que ese cuerpo helado donde ella no estaba, ese cuerpo vacío de las muchas mujeres que fue.


 

-Eduardo Galeano.

sábado, 15 de octubre de 2016

A una mujer.

No hay que llorar porque las plantas crecen en tu balcón, no hay
que estar triste si una vez más la rubia carrera de las nubes te reitera
lo inmóvil, ese permanecer en tanta fuga. Porque la nube estará ahí,
constante en su inconstancia cuando tú, cuando yo -pero que qué nombrar el polvo y la ceniza-.
Sí, nos equivocábamos creyendo que el paso por el día era efímero, el
agua rebala por las hojas hasta hundiese en la tierra.
Sólo dura la efímero, esa estúpida planta que ignora la tortuga, esa blanda
tortuga que tantea en la eternidad con ojos huecos, y el sonido sin música,
la palabra sin canto, la cópula sin grito de agonía, las torres de maíz, los
ciegos montes.
Nosotros, maniatados a una conciencia que es el tiempo, no nos movemos
del terror y la delicia, y sus verdugos delicadamente nos arrancan los
párpados para dejarnos ver sin tregua cómo crecen las plantas del
balcón, cómo corren las nubes al futuro.
¿Qué quiere decir esto? Nada, una taza de té. No hay drama en el
murmullo, y tú eres la silueta de papel que las tujeras van salvando de lo
infome: oh, vanidad de creer que se nace o se muere, cuando lo único real
es el hueco que queda en el papel, el golem que nos sigue sollozando en
sueños y en olvido.



-Julio Cortázar.

sábado, 17 de septiembre de 2016

Cuando Nació Mi Tristeza.

Cuando nació mi Tristeza, le prodigué mil cuidados, y la vigilé con amorosa ternura.

Y mi Tristeza, creció como todos los seres vivientes, fuerte y hermosa y llena de maravillosas gracias.

Mi Tristeza, y yo nos amábamos, y amábamos al mundo que nos rodeaba. Pues mi Tristeza era de corazón bondadoso, y el mío también era amable cuando estaba lleno de Tristeza.

Y cuando hablábamos, mi Tristeza y yo, nuestros días eran alados y nuestras noches engalanadas de sueños; porque mi Tristeza era elocuente, y mi lengua también era elocuente con la Tristeza.

Y cuando mi Tristeza yo cantábamos juntos, nuestros vecinos sentábanse en la ventana a escucharnos; pues nuestros cantos eran profundos como el mar, y nuestras melodías estaban impregnadas de extraños recuerdos.

Y cuando caminábamos juntos, mi Tristeza y yo, la gente nos miraba con amables ojos, y murmuraba con extremada dulzura. Y también había quien nos envidiaba, pues mi tristeza era noble, y yo me sentía orgulloso de mi Tristeza.

Pero murió mi Tristeza, como todo ser viviente, y me quedé solo, con mis reflexiones.

Y ahora, cuando hablo, mis palabras suenan pesadas a mis oídos.

Y cuando canto, mis vecinos no escuchan mis canciones

Y cuando camino solo por la calle, ya nadie me mira.

Sólo en sueños oigo voces que dicen compadecidas: "Mirad, allí yace el hombre al que se le murió su Tristeza".


-Jalil Gibrán.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Yo no puedo tenerte ni dejarte...

Yo no puedo tenerte ni dejarte,
ni sé por qué, al dejarte o al tenerte,
se encuentra un no sé que para quererte
y muchos sí sé qué para olvidarte.

Pues ni quieres dejarme ni enmendarte,
yo templaré mi corazón de suerte
que la mitad se incline a aborrecerte
aunque la otra mitad se incline a amarte.

Si ello es fuerza querernos, haya modo,
que es morir el estar siempre riñendo:
no se hable más en celo y en sospecha,

y quien da la mitad, no quiera el todo;
y cuando me la estás allá haciendo,
sabe que estoy haciendo la desecha.



-Sor Juana Inés de la Cruz.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Poema: El Lobo Estepario.

Yo soy, lobo estepario, trotando
por el mundo de nieve cubierto;
del abedul sale de un cuervo volando
y no cruzan ni liebres ni corzas el campo desierto.

Me enamora una corza ligera,
en el mundo no hay nada tan lindo y hermoso;
con mis dientes y zarpas de fiera
destrozara su cuerpo sabroso.

Y volviera mi afán a mi amada,
en sus muslos mordiendo la carne blanquísima
y saciando mi sed en su sangre por mí derramada,
para aullar luego en la noche tristísima.

Una liebre bastara también a mi anhelo;
dulce sabe su carne en la noche callada y oscura.
!Ay¡ ¿Por qué me abandona en letal desconsuelo
de la vida la parte más noble y más pura?

Vetas grises adquiere mi lado peludo;
voy perdiendo la vista, me atacan las fiebres;
hace tiempo que estoy sin hogar y viudo
y que troto y que sueño con corzas y liebres

que mi triste destino me ahuyenta y me espanta.
Oigo al aire soplar en la noche de invierno,
hundo en nieve mi ardiente garganta,
y así voy llevando mi mísera alma al infierno.




lunes, 11 de julio de 2016

Lo posible y lo imposible.

¿Sabes algo?
Quisiera conocer todas tus
sonrisas,
todas tus constelaciones
dibujadas,
de tus dedos a tu sien
quisiera morderte la boca a diario,
comer tu cuello de frutas,
romper salvejemente tus ropas,
hacerte el amor con poesía.
¿Qué clase de hombre le hace
el amor a una chica sin poesía?
Las bondades de tu ternura,
el suave eco de tu voz
pidiendo amor entre los dedos.
Te quiero como los cuerpos
que no conocen la gravedad ,
como si siempre hubieses estado
tú con tantas ganas de sentirte amada.





-Quetzal Noah.

miércoles, 20 de abril de 2016

Volverán las oscuras golondrinas

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y, otra vez, con el ala a sus cristales,
jugando, llamarán.
Pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
ésas... ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde, aun más hermosas,
sus flores se abrirán;
pero aquéllas, cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer, como lágrimas del día...
ésas... ¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón, de su profundo sueño
tal vez despertará;
pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido..., desengáñate:
 ¡así no te querrán!



-Gustavo Adolfo Bécquer.

jueves, 14 de abril de 2016

Tempestad

Llueve.
La mujer debajo del farol se tapa la cabeza con un periódico mientras cae sobre ella toda el agua del mundo. No está contenta. Mira una y otra vez las luces de los autos que se acercan y aparece en su cara, cuando los faros la iluminan, un pequeño destello de esperanza, para inmediatamente dar paso al mohín de disgusto que ha marcado su rostro los últimos veinte minutos al descubrir que ése que viene no es a quien espera y que pasa de largo. Está empapada. El periódico se está deshaciendo entre sus manos y sobre el pelo. Ya van dos veces que los coches pasan tan cerca, sobre el inmenso charco que se ha hecho a sus pies, que la sumergen en un torrente de líquidos oscuros. Yo estoy mirándola por la ventana, tengo doce años y unas inmensas ganas de bajar a ofrecerle una toalla blanca y limpia de las que están guardadas en el clóset del fondo del pasillo. El aguacero arrecia. Ella ha optado por soltar el periódico y recibir la lluvia de manera franca y resignada. Tiene trozos de la sección de deportes en los hombros de la gabardina beige que ahora es mucho más oscura, un jugador de fut se le deshace en la manga. Las coladeras de la ciudad de México siempre están tapadas. Por eso cada lluvia, por pequeña que sea, convierte las calles en ríos, devolviéndole su calidad fluvial a la antigua capital del imperio mexica. Me da una enorme tristeza. La han dejado plantada. Los minutos pasan y la lluvia me impide ver las lágrimas que seguramente, también como el agua, inundan sus mejillas. No viene nadie por ella. El nivel del torrente ha subido tanto que ya está por encima de sus tobillos. La muchacha intenta mirar sus zapatos hundidos en el agua y una sonrisa resignada, como una mueca, atraviesa su rostro.

Llueve.

Y el pavimento ha desaparecido en la corriente. A lo lejos se ve una antorcha que avanza por el medio de la calle, zigzagueante. El agua no la apaga, es como si por lo contrario, el fuego se avivara, se volviera más poderoso. Ella pone una mano a modo de visera sobre los ojos intentando descifrar el misterio. Ya es una crecida extraordinaria. La mujer se sostiene con los dos brazos de un poste de luz mientras el líquido le llega a las rodillas, haciendo flotar los volantes de su vestido verde con flores estampadas, el pánico comienza a apoderarse de su rostro. Yo debería hablarle a los bomberos, pero la llama al final de la calle me detiene. Ya está la luz en la bocacalle. Sigue la tea imperturbable, tremendamente ágil abriéndose paso entre las ramas, basura que flota, un puesto de periódicos a la deriva, una bicicleta sin dueño que es arrastrada por la fuerza implacable del diluvio. Casi llega hasta donde ella se aferra al poste que se ha vuelto asidero a la vida. Veo entonces una góndola negra y enorme, de madera bruñida, que en el frente lleva un león rampante de bronce que refulge bajo la poderosa exhalación del fuego de la antorcha que corona su proa. Quien la guía, magistralmente, es un hombretón de barba grisácea y camisa de rayas horizontales azules y blancas; lleva un sombrerito de paja con una cinta azul al frente y tres estrellas bordadas en plata. Maniobrando elegantemente se pone junto al poste. Ella tiene la boca abierta. Yo también. En el centro de la góndola hay una casetita de madera que tiene ventanas a los lados y visillos de brocado. De allí sale un hombre de turbante color rojo sangre que se incorpora sonriente. Lleva una kurta del mismo color y una espada enorme a la cintura. Al levantarse se nota que es muy alto, musculoso. A pesar de la cortina de agua, noto claramente que tiene la tez bronceada de los nativos de Malasia, una barba de candado y unos ojos que refulgen como el fuego mismo. Se acerca a la muchacha y le tiende elegantemente una mano. Ella mira hacia todos lados intentando encontrar la salida de esa obra de teatro a la que no ha
sido invitada. La góndola sigue allí, quieta. Como si poderosos imanes la mantuvieran contra el suelo, ese suelo que ya no se ve bajo el agua oscura y amenazante. La muchacha duda un instante. Tiende su mano al aire, él la toma y con un ágil movimiento la hace abordar, salvándola. Y pasando un brazo por sobre sus hombros, la introduce a la cabina. El gondolero comienza a mover su pértiga con fuerza y la nave retoma el centro del canal en que se ha convertido la calle. Parece que va cantando. Estoy a punto de abrir la ventana para oírlo, cuando, desde la cocina, mi tío grita:
—¡Ya casi está la cena! ¿Qué estás haciendo? Y estoy a punto de contarle el prodigio de lo que acaba de suceder ante mis ojos cuando me contengo.
—Nada. Viendo llover —y levanto la voz sobre el diluvio.

Será que él mismo, mi tío Paco, me ha dicho más de cien veces que los sueños son de quien los sueña, y de nadie más.

Benito Taibo-Persona Normal.



lunes, 28 de marzo de 2016

Rayuela (Capítulo


7

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entre abriera, y me bastara cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide perfectamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente las profundidades de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo me siento temblar contra mí como una luna en el agua. 

-Julio Cortázar.

martes, 22 de marzo de 2016

Recuerdo, que recuerdo.

recuerdo que recuerdo su nombre
sus apellidos y hasta su árbol genealógico
pero no recuerdo sus gestos,
su aroma, sus caprichos.
recuerdo que recuerdo su ropa
sus zapatos y algunos de sus pasos
pero olvidé su caminar
no así la calles, sino su andar.
olvidé casi sus ojos
pero no su mirar curioso.
recuerdo que recuerdo
la última noche que la vi
pero no siento ya el frío
mordiéndome los huesos
el olvido bebiéndose su imagen,
ese se quedo conmigo.


 

-Sinué Felix.

jueves, 17 de marzo de 2016

El Terrible Anciano.

Fue la intención de Angelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva hacer una visita al Terrible Anciano. Este anciano vive solo en una casa antigua en Water Street, cerca de mar, y tiene fama de ser a la vez sumamente rico y en extremo débil de salud, lo que constituye una situación muy atractiva para los hombres de la profesión de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues esa profesión es nada menos digno que el robo.

Los habitantes de Kingsport dice y piensan muchas cosas sobre el Terrible Anciano, que generalmente lo mantienen a salvo de la atención de las personas como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la certea de que él se esconde una fortuna de magnitud idefinida en alguna parte de su húmeda y venerable morada. Él es, en verdad, una persona muy extraña, que cree haber sido un capitán de las carabelas de las Indias Orientales en su día; tan viejo que nadie puede recordar cuando era joven, y tan taciturno que pocos conocen su verdadero nombre. Entre los nudosos árboles en el patio delantero de su residencia tiene una extraña colección de grandes piedras, curisamente agrupadas y pintadas de modo que se asemejan a ídolos de algún templo oriental oscuro. Dicho conjunto asusta a la meayoría de niños pequeños que gustan de burlarse, del cabello negro y la barba cana del Terrible Anciano o romper las ventanas de pequeño marcode su vivienda con diabólicos proyectiles. Pero hay otras cosas que atemorizan a las personas mayores yde talante curioso que en ocasiones se acercan a hurtadillas hasta la casa para escudriñar el interior a través de las vidreras cubiertas de polvo. Esas gentes dicen que sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo hay muchas botellas raras, cada una de las cuales tiene en su interior un trocito de plomo suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Terrible Anciano habla a las botellas, llamándolas por nombres tales como Jack, Scar-Face, Long Tom, Spanish Joe, Peters y Mate Ellis; siempre que habla a una botella el pendulito de plomo que lleva dentro emite unas vibraciones precisas a modo de respuesta.

Aquellos quienes han visto al alto y enjuto Terrible Anciano en una de esas singulares conversaciones, no se les ocurre volver a verlo más. Pero Angelo Rocci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport. Pertenecían a esa nueva y heterogénea estirpe extranjera que queda al margen del atractivo círculo de la vida y tradiciones de New England, y no vieron en el Terrible Anciano otra cosa que un viejo achascoso y prácticamente indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su nudoso cayado, y cuyas escuálidas y endebles manos temblaban de modo harto lastimoso. A su manera, se compadecían mucho del solitario e impopular anciano, a quien todos rehuían y a quien no había perro que no le ladrase con especial virulencia. Pero los negocios, y para un ladrón entregado de lleno a su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza que no tiene cuenta abirta en el banco, y que para subvenir a sus escasas necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos siglos atrás.

Los señores Ricci, Czanek y Silva eligieron la noche del 11 de abril para efectuar su visita. El señor Ricci y el señor Silva se encargarían de hablarcon el pobre y anciano caballero, mientras el Czanek se quedaba esperándolos a los dos y a sy presumible cargamento metálico en un coche cubierto, en la Calle Ship, junto a la verja del alto muro posterior de la finca de su anfitrión. El deseo de eludir explicaciones innecesarias en caso de una aparición inesperada de la policía aceleró los planes para la huida sin apuros y sin alharacas.

Tal como habían pryectado los tres aventureros se pusieron manos a la obra por separado con el objeto de evitar cualquier malintencionada sospecha a posteriori. Los señores Ricci y Silva se encontraron en la Water Street junto a la puerta de entrada de la casa del anciano, y aunque no les gustó cómo reflejaba la luna en las piedras pintadas que se veían por en tre las ramas en flor de los retorcidos árboles, tenían cosas en qué pensar más importantes que dejar volar su imaginación con supersticiones ya pasadas. Temían que fuese una tarea desagradable hacerle soltar la lengua al Terrible Anciano para averiguar el paradero de su oro y plata, pues los viejos lobos marinos son particularmente testarudos y perversos. En cualquier caso, se trataba de alguien muy anciano y endeble, y ellos sólo eran dos personas que iban a visitarlo. Los señores Ricci y Silva eran expertos en el arte de volver solubles a los tercos, y los gritos de un débil y más que venerable anciano no son difíciles de sofocar. Así que se acercaron hasta la única ventana alumbrada y escucharon cómo el Terrible Anciano les hablaba en tono infantil a sus botellas con péndulos. Se pusieron sendas máscaras y llamaron a la puerta con delicadeza en la descolorida puerta de roble.

La espera le pareció muy larga al señor Czanek, que se agitaba inquieto en el coche estacionado junto a la verja posterior de la casa del Terrible Anciano, en la Ship Street. Era una persona más impresionable de lo normal, y no le gustaron nada los espantosos gritos que había oído en la mansión momentos antes de la hora fijada para iniciar la operación. ¿Es que no les había dicho a sus compañeros que trataran con el mayor cuidado al pobre y viejo lobo de mar? Presa de los nervios observaba la estrecha puerta de roble en el alto muro de piedra cubierto por la hiedra. No cesaba de consultar el reloj, y se preguntaba por los motivos del retraso. ¿Habría muerto el anciano antes de revelar dónde se ocultaba el tesoro, y habría sido necesario proceder a un registro completo?

Al señor Czanek no le gustaba esperar tanto a oscuras en semejante lugar. Al poco, llegó hasta él el ruido de unas ligeras pisadas o golpes en el paseo que había dentro de la finca, escuchó cómo alguien manoseaba desmañadamente, aunque con suavidad, en el herrumbroso pasillo, y vio como se abría la pesada puerta.

Y al pálido resplandor del único mortecino farol que alumbraba la calle aguzó la vista en un intento de comprobar qué habían sacado sus compañeros de aquella siniestra mansión que se vislumbraba tan cerca. Pero no vio lo que esperaba. Allí no estaban ni por asomo sus compañeros, sino el Terrible Anciano que se apoyaba con aire tranquilo en su nudoso cayado y sonreía malignamente.

El señor Czanek no se había figado hasta entonces en el color de los ojos de aquel hombre; ahora podía ver que eran amarillos.

Las pequeñas cosas producen grandes conmociones en las ciudades provincianas. Tal es el motivo de que los vecinos de Kingsport hablasen a lo largo de toda aquella primavera y el verano siguiente de los tres cuerpos sin identificar, horriblemente mutilados, como si hubiesen resivido múltiples cuchilladas, y triturados de manera brutal, como si hibieran sido objeto de las pisadas de muchas botas despiadadas que la marea arrojó a tierra. Y algunos hasta hablaron de cosas triviales como el coche abandonado que se encontró en la Ship Street, o de ciertos gritos harto inhumanos, probablemente de un animal extraviado o de algún pájaro inmigrante, escuchado durantre la noche por los vecinos que no eran capaces de consiliar el sueño. Pero el Terrible Anciano no prestaba la menor atención a los chismes por el pacífico pueblo. Era reservado por naturaleza, y cuando se es anciano y se tiene una salud delicada la reserva es doblemente marcada. Ademas, un lobo marino tan viejo debe haber presenciado multitud de cosas mucho más emocionantes en los lejanos días de su ya casi olvidada juventud.

H. P. Lovecraft.

viernes, 4 de marzo de 2016

Las huellas digitales.


Yo nací y crecí bajo las estrellas de la Cruz del Sur.

Vaya donde vaya, ellas me persiguen. Bajo la cruz del sur, cruz de fulgores, yo voy viviendo las estaciones de mi suerte.

No tengo ningún dios. Si lo tuviera, le pediría que no me deje llegar a la muerte: no todavía. Mucho me falta andar.

Hay lunas a las que todavía no ladré y soles en los que todavía no me incendié. Todavía no me sumergí en todos los mares de este mundo, que dicen que son siete, ni en todos los ríos del paraíso, que dicen que son cuatro.

En montevideo, hay un niño que explica:

-Yo no quiero morirme nunca, porque quiero jugar siempre.


 Eduardo Galeano - El libro de los abrazos.

sábado, 20 de febrero de 2016

No te rindas.

No te rindas, aún estás a tiempo
de alcanzar y comenzar de nuevo,
aceptar tus sombras,
enterrar tus miedos,
liberar el lastre,
retomar el vuelo.

No te rindas que la vida es eso,
continuar el viaje,
perseguir tus sueños,
destrabar el tiempo,
correr los escombros
y destapar el cielo.

No te rindas, por favor no cedas,
aunque el frío queme,
aunque el miedo muerda,
aunque el sol se esconda y se calle el viento,
aún hay fuego en tu alma,
aún hay vida en tus sueños
porque la vida es tuya y tuyo también el deseo,
porque lo has querido y porque te quiero,
porque existe el vino y el amor, es cierto;
porque no hay heridas que no cure el tiempo.

Abrir las puertas,
quitar los cerrojos,
abandonar las murallas que te protegieron,
vivir la vida y aceptar el reto,
recuperar la risa,
ensayar un canto,
bajar la guardia y extender las manos,
desplegar las alas e intentar de nuevo,
celebrar la vida y retomar los cielos.
No te rindas, por favor no cedas,
aunque el frío queme,
aunque miedo muerda,
Aunque el sol se ponga y se calle el viento,
aún hay fuego en tu alma,
aún hay vida en tus sueños
porque cada día es un comienzo nuevo,
porque esta es la hora y el mejor momento;
porque no estás solo, porque yo te quiero.



-Mario Benedetti.

martes, 9 de febrero de 2016

El corazón de la tarde

el corazón de la tarde, palpita con la
lentitud de un bisonte en agonía,
sabe que ha de llegar la muerte,
pero esa esperanza se alarga como
la sangre se congestiona
en la arteria de la nada.
hoy yo soy esa sangre y me
alargo y mi muerte se expande
y es el corazón de la tarde
lo contrario al corazón de mi vida.

-Sinué Félix.



miércoles, 3 de febrero de 2016

La Mujer del Velo.

Cierta vez, George fue a un bar sueco que le agradaba, y se sentó en una mesa, dispuesto a pasar una velada de ocio. En la mesa inmediata descubrió una pareja muy elegante y distinguida, el hombre vestido con exquisita corrección y la mujer toda de negro, con un velo que cubría su espléndido rostro y sus alhajas de colores brillantes. Ambos le sonrieron. Apenas se hablaban, como si se conocieran tanto que no tuvieran necesidad de palabras.

Los tres contemplaban la actividad del bar —parejas bebiendo juntas, una mujer bebiendo sola, un hombre en busca de aventuras— y los tres parecían estar pensando en lo mismo.

Al cabo de un rato, el hombre atildado inició una conversación con George, que no desperdició la oportunidad de poder observar a la mujer a sus anchas. La encontró aún más bella de lo que le había parecido. Pero en el momento en que esperaba que ella se sumara a la conversación, dijo a su compañero unas pocas palabras, que George no pudo captar, sonrió y se marchó. George se quedó alicaído: se había esfumado el placer de aquella noche. Por añadidura sólo tenía unos pocos dólares y no podía invitar al hombre a beber con él, para descubrir, quizá, algo más acerca de la mujer. Para su sorpresa, fue el hombre quien se volvió hacia él y dijo:

—¿Le importaría tomarse una copa conmigo?

George aceptó. Su conversación pasó de sus experiencias en materia de hoteles en el sur de Francia al reconocimiento por parte de George de que andaba muy mal de fondos. La respuesta del hombre dio a entender que resultaba sumamente fácil conseguir dinero. No aclaró cómo e hizo que George confesara un poco más.

George tenía en común con muchos hombres un defecto: cuando estaba de buen humor le gustaba contar sus hazañas. Y así lo hizo, empleando un lenguaje enrevesado. Insinuó que tan pronto ponía un pie en la calle se le presentaba alguna aventura, y afirmó que nunca andaba escaso de mujeres ni de noches interesantes.

Su compañero sonreía y escuchaba.

Cuando George hubo terminado de hablar, el hombre dijo:

—Eso era lo que yo esperaba de usted desde el momento en que lo vi. Es usted el hombre que estoy buscando. Me encuentro con un problema tremendamente delicado. Algo único. Ignoro si ha tratado mucho con mujeres difíciles y neuróticas. Pero a juzgar por lo que me ha contado diría que no. Yo sí que he tenido relaciones con esa clase de mujeres. Tal vez las atraigo. En este momento me encuentro en una situación complicada y no sé cómo salir de ella. Necesito su ayuda. Dice usted que le hace falta dinero. Bien, pues yo puedo sugerirle una manera más bien agradable de conseguirlo. Escúcheme con atención: hay una mujer rica y bellísima; en realidad, perfecta. Podría ser amada con devoción por quien ella quisiera y podría casarse con quien se le antojara. Pero por cierto perverso accidente de su naturaleza, sólo gusta de lo desconocido.

—¡A todo el mundo le gusta lo desconocido! —objetó George, pensando inmediatamente en viajes, en encuentros inesperados, en situaciones nuevas.

—No, no en ese sentido. Ella siente interés sólo por hombres a los que nunca haya visto y a los que nunca vuelva a ver. Por un hombre así hace cualquier cosa.

George rabiaba por preguntar si aquella mujer era la que había estado sentada a la mesa con ellos. Pero no se atrevía. El hombre parecía más bien molesto por tener que contar aquella historia pero, al mismo tiempo, parecía sentir un extraño impulso a hacerlo.

—Debo velar por la felicidad de esa mujer —continuó—. Lo daría todo por ella. He dedicado mi vida a satisfacer sus caprichos.

—Comprendo —dijo George—. Yo sería capaz de sentir lo mismo.

—Ahora —concluyó el elegante desconocido—, si usted quiere venir conmigo, quizá pueda resolver sus dificultades financieras por una semana y, de paso, satisfacer su deseo de aventuras.

George se ruborizó de placer. Abandonaron juntos el bar. El hombre llamó un taxi y dio a George cincuenta dólares. Dijo que tenía que vendarle los ojos para que no viera la casa ni la calle a la que iban, puesto que nunca debía repetirse aquella experiencia.

George se hallaba presa de la mayor curiosidad, con visiones obsesivas de la mujer que había conocido en el bar, evocando a cada momento su espléndida boca y sus ojos brillantes tras el velo. Lo que le había gustado en particular era el cabello; le agradaba el cabello espeso que gravitaba sobre el rostro como una graciosa carga, olorosa y rica. Era una de sus pasiones.

El trayecto no fue muy largo. Se sometió de buen grado a todo el misterio. Para no llamar la atención del conductor ni del portero, la venda le fue retirada de los ojos antes de apearse del taxi, pero el desconocido había previsto astutamente que el fulgor de las luces de la entrada cegaría a George por completo. No pudo ver nada, salvo luces brillantes y espejos.

Fue conducido a uno de los interiores más suntuosos que había visto en su vida, todo blanco y con espejos, plantas exóticas, exquisito mobiliario tapizado de damasco, y una alfombra tan blanda que no se oían sus pisadas. Se le condujo por una habitación tras otra, todas de tonos distintos, con espejos, de tal modo que perdió por completo el sentido de la perspectiva. Por fin llegaron al último cuarto, George enmudeció por la sorpresa.

Estaba en un dormitorio con una cama con dosel, puesta sobre un estrado. Había pieles por el suelo, vaporosas y blancas cortinas en las ventanas, y espejos, más espejos. Le satisfacía poder producir tantas repeticiones de sí mismo, infinitas reproducciones de un hombre apuesto a quien el misterio de la situación había conferido un fulgor de expectación y viveza que nunca había conocido. ¿Qué significaba aquello? No tuvo tiempo de preguntárselo.

La mujer del bar entró en la habitación, y nada más aparecer, el hombre que había conducido a George a aquel lugar se desvaneció.

Se había cambiado de vestido. Llevaba una llamativa túnica de raso que dejaba al descubierto sus hombros y quedaba sostenida por un volante fruncido. George experimentó el deseo de que, a un gesto suyo, el vestido cayera, se deslizara como una reluciente vaina y dejara aparecer su piel brillante, luminosa y tan suave al tacto como el raso.

Tuvo que contenerse. Aún no podía creer que aquella hermosa mujer estuviera ofreciéndose a él, un completo extraño.

Llegó a sentirse tímido. ¿Qué esperaba de él? ¿Cuál era su propósito? ¿Acaso tenía un deseo insatisfecho?

Disponía de una sola noche para ofrecerle todos sus dones de amante. Nunca volvería a verla. ¿Daría tal vez con el secreto de su naturaleza y la poseería en más de una ocasión? Se preguntaba cuántos habrían ido a aquella habitación.

Era extraordinariamente hermosa, con algo de raso y terciopelo en su persona. Sus ojos eran obscuros y húmedos, su boca refulgía, su piel reflejaba la luz. Su cuerpo, perfectamente proporcionado, combinaba las líneas incisivas de una mujer delgada y una provocativa madurez.

Tenía cintura estrecha, lo que realzaba la prominencia de sus senos. Su espalda era la de una bailarina, y cada ondulación ponía de manifiesto la opulencia de sus caderas. Sonreía. Su boca, entreabierta, era delicada y plena. George se le acercó y apoyó sus labios en aquellos hombros desnudos. Nada podía ser más suave que su piel. ¡Qué tentación de tirar del frágil vestido desde esos hombros y dejar al descubierto los pechos, tensos bajo el raso! ¡Qué tentación de desnudarla inmediatamente!

Pero George sintió que aquella mujer no podía ser tratada de manera tan sumaria, que requería sutileza y habilidad. Nunca había meditado tanto cada uno de sus gestos, nunca les había conferido tanto sentido artístico. Parecía decidido a un largo asedio, y como ella no daba señales de urgencia, se demoró sobre los hombros desnudos, inhalando el tenue y maravilloso olor que desprendía aquel cuerpo.

Hubiera podido tomarla allí y en aquel momento, tan poderoso era el encanto que exhalaba, pero primero quería que ella hiciera una señal, que se mostrara activa, y no blanda y flexible como la cera bajo sus dedos.

La mujer parecía sorprendentemente fría y dócil, como si no sintiera nada. No había un solo estremecimiento en su piel; su boca se había abierto, dispuesta a besar, pero no respondía.

Permanecieron de pie junto a la cama, sin hablar. George recorrió con sus manos las satinadas curvas de aquel cuerpo, como para familiarizarse con él. Ella se mantuvo inmóvil. A medida que la besaba y la acariciaba, George se dejó caer lentamente de rodillas. Sus dedos advirtieron la desnudez bajo el vestido. La condujo a la cama; ella se sentó. George le quitó las zapatillas y le sostuvo los pies entre sus manos.

Le sonrió, cariñosa e invitadora. El le besó los pies, y sus manos se introdujeron bajo los pliegues del largo vestido y remontaron las suaves piernas hasta los muslos.

Abandonó sus pies a las manos de George, que ahora los mantenía apretados contra su pecho, mientras sus manos acariciaban las piernas. Si la piel era fina en ellas, ¿qué no sería cerca del sexo, donde siempre es más suave? Pero ella tenía los muslos apretados, y George no pudo continuar su exploración. Se puso en pie y se inclinó para besarla. Ella se recostó y, al echarse hacia atrás, sus piernas se abrieron ligeramente.

George le paseó las manos por todo el cuerpo, como para inflamar hasta el último rincón con su contacto, acariciándola de nuevo desde los hombros hasta los pies antes de intentar deslizar la mano entre sus piernas, que se abrieron un poco más, hasta permitirle llegar muy cerca del sexo.

Los besos de George revolvieron el cabello de la mujer; su vestido había resbalado de los hombros y descubría en parte los senos. Se lo acabó de bajar con la boca, revelando los pechos que esperaba: tentadores, turgentes y de la mas fina piel, con pezones rosados como los de una adolescente.

Su complacencia le incitó casi a hacerle daño para excitarla de alguna forma. Las caricias le afectaban a él, pero no a ella. El dedo de George halló un sexo frío y suave, obediente, pero sin vibraciones.

George empezó a creer que el misterio de aquella mujer radicaba en su incapacidad para ser excitada. Pero no era posible. Su cuerpo prometía tanta sensualidad; la piel era tan sensible, tan plena su boca. Era imposible que no pudiera gozar. Ahora la acariciaba sin pausa, como en sueños, como si no tuviera prisa, aguardando a que la llama prendiera en ella.

Los espejos que los rodeaban repetían la imagen de la mujer yacente, con el vestido caído de sus pechos, sus hermosos pies descalzos colgando de la cama y sus piernas ligeramente separadas bajo la ropa.

Tenía que arrancarle el vestido del todo, acostarse en la cama con ella y sentir su cuerpo entero contra el suyo. Empezó a tirar del vestido y ella le ayudó. Su cuerpo emergió como el de Venus surgiendo del mar. La levantó para que pudiera tenderse por completo en el lecho y no dejó de besar todos los rincones de su piel.

Entonces sucedió algo extraño. Cuando se inclinó para regalar sus ojos con la belleza de aquel sexo y su color sonrosado, ella se estremeció, y George casi gritó de alegría.

—Quítate la ropa —murmuró ella.

Se desvistió. Desnudo, sabía cuál era su poder. Se sentía mejor desnudo que vestido, pues había sido atleta, nadador, excursionista y escalador. Supo que podía gustarle.

Ella le miró.

¿Se sentía complacida? Cuando se inclinó sobre ella, ¿se mostró más receptiva? No podía afirmarlo. Ahora la deseaba tanto que no podía aguardar más, quería tocarla con el extremo de su sexo, pero ella le detuvo. Antes quería besar y acariciar aquel miembro. Se entregó a la tarea con tal entusiasmo, que George se encontró con sus nalgas junto a la cara y en condiciones de besarla y acariciarla a placer.

George fue presa del deseo de explorar y tocar todos los rincones de aquel cuerpo. Separó la abertura del sexo con dos dedos y regaló sus ojos con el fulgor de la piel, el delicado fluir de la miel y el vello rizándose en torno a sus dedos. Su boca se tornó cada vez más ávida, como si se hubiera convertido en un órgano sexual autónomo capaz de gozar tanto de la mujer que si hubiera continuado lamiendo su carne hubiera alcanzado un placer absolutamente desconocido. Cuando la mordió, experimentando una sensación deliciosa, notó de nuevo que a ella la recorría un estremecimiento de placer. La apartó de su miembro a la fuerza por miedo a que pudiera obtener todo el placer limitándose a besarlo y a quedarse sin penetrarla. Era como si el gusto de la carne los volviera a ambos hambrientos. Y ahora sus bocas se mezclaban, buscándose las inquietas lenguas.

La sangre de la mujer ardía. Por fin, la lentitud de George parecía haber conseguido algo. Sus ojos brillaban intensamente y su boca no podía abandonar el cuerpo de su compañero. Entonces la tomó, pues se le ofrecía abriéndose la vulva con sus adorables dedos, como si ya no pudiera esperar más. Aun entonces suspendieron su placer, y ella sintió a George con absoluta calma.

Pero al momento señaló el espejo y dijo riendo:

—Mira, parece como si no estuviéramos haciendo el amor; como si yo estuviera sentada en tus rodillas, y tú, bribón, has estado todo el tiempo dentro de mí, e incluso te estremeces. ¡Ah, no puedo soportar más esta ficción de que no tengo nada dentro! Me está ardiendo. ¡Muévete ya, muévete!

Se arrojó sobre él, de modo que pudiera girar en torno al miembro erecto, y de esta danza erótica obtuvo un placer que la hizo gritar. Al mismo tiempo, un relámpago de éxtasis estallaba en el cuerpo de George.

Pese a la intensidad de su amor, cuando George se marchó ella no le preguntó su nombre ni le pidió que volviera. Le dio un ligero beso en sus labios, casi doloridos, y le despidió. Durante meses, el recuerdo de aquella noche le obsesionó y no pudo repetir la experiencia con ninguna otra mujer.

Un día se encontró con un amigo que acababa de cobrar unos artículos y lo invitó a beber. Contó a George la increíble historia de una escena de la que había sido testigo. Estaba gastándose pródigamente el dinero en un bar, cuando un hombre muy distinguido se le acercó y le sugirió un agradable pasatiempo: observar una magnífica escena de amor, y como el amigo de George era un voyeur redomado, aceptó la sugerencia inmediatamente. Fue conducido a una misteriosa casa, a un apartamento suntuoso, y recluido en una habitación obscura desde donde pudo contemplar cómo una ninfómana hacía el amor con un hombre especialmente dotado y potente.

A George le dio un vuelco el corazón.

—Descríbeme a esa mujer —pidió.

El amigo describió a la mujer con la que George había hecho el amor, incluido el vestido de raso. Describió también la cama con dosel, los espejos: todo. El amigo de George había pagado cien dólares por el espectáculo, pero había valido la pena y había durado horas.

 

 

-Anaïs Nin.